Me gusta palparte las rodillas bajo la mesa y disimulando, avanzar hacia ti con cadencia y pillería; rastreando con los dedos, como si hubiera perdido algo valioso entre tus muslos. Y al llegar a la meta, presionar fuerte el monte de Venus para que la palma de mi mano absorba el calor mojado de tus partes invadidas. Observar como tus ojos muy abiertos me miran con desaprobación y sorpresa, intentando en vano abortar el avance y guardar la compostura. Turbada después, miras a tu alrededor con el rabillo del ojo, sonrojada, para cerciorarte de que el mundo gira ajeno a nuestros movimientos. Entonces relajas y acomodas las piernas, condescendiente, naúfraga ya en la tormenta del deseo, indefensa bajo ese rayo desbocado y perverso que prende la frágil mecha de la lujuria. A continuación me aprovecho y abuso de ti, escarbando entre elástica lycra y la oscura nobleza del algodón que guarda tu intimidad; horadando los dedos en tus aguas, sumergidos en los oscuros abismos del morbo que produce la connivencia. En ese instante, me parece escuchar un leve gemido de complacencia, acallado de inmediato por un simulado carraspeo. Tomas mi mano empapada y la pones en mi boca. Como sellando con tu jugo eterno las palabras que nunca llegaron a ser pronunciadas; al tiempo que un provocador pie descalzo me acaricia, invitándome como muestra de complicidad a compartir tan valiosa, sagrada y pervertida alianza.
Tus pies me enloquecen. Especialmente cuando tumbada en la cama acaricias mis labios con sus pequeños dedillos de algodón. Quiero mimarlos desde el primero hasta el último. Halagarlos, masajearlos, chuparlos como el niño goloso que devora sin parar dulces caramelos o el bebé que guarda en la boca celosamente su chupete. Adoro besarlos, sorberlos, succionarlos, roerlos, mordisquearlos, agasajarlos con la lengua, mojándolos con recreo y apetencia. Lamer y relamer después cuidadosamente sus plantas sin obviar un solo milímetro, deleitándote con ligeras cosquillas risueñas al principio que, después, relajada, te harán flotar entre las nubes. Entonces los vas deslizando hacia abajo muy despacio, esgrimiendo esa pícara sonrisa que delata tu atrevimiento. Palpando en su camino tórax y ombligo, buscas con afán la férrea rigidez de mi falo humeante. Entregado por completo al placer indescriptible que regalan las caricias de tus pies galanteados.
Copyright © 2014 Max Piquer
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