Desde los albores de los tiempos el hombre se ha sentido terriblemente vulnerable a lo desconocido, temeroso hacia todo aquello que se escapa a lo que su reducido entendimiento es incapaz de procesar, entender, analizar y muchísimo menos digerir. Cuando el sentido común intenta en vano encontrar una explicación lógica a lo inexplicable, cuando los esquemas del raciocinio se desmoronan como una frágil figura de arena ante la furia del viento, cuando la realidad parece evaporarse como el humo que exhala una vela al apagarse, entonces los gritos se ahogan en la garganta y las piernas se niegan a obedecer las órdenes del cerebro. He aquí el momento en el que el vello se te eriza, la sangre se congela en las venas y el sudor se torna frío porque aterrado, eres consciente de que ha llegado la hora del miedo.
Ese terror que nos arrastra a través de paisajes sombríos, bosques tenebrosos, mansiones abandonadas cuyo interior guarda horripilantes secretos y abominables maldiciones; castillos medievales que ocultan largos pasadizos sin fin; lúgubres sótanos y criptas oscuras pobladas de espantos torturados que pululan por sus pasillos arrastrando pesadas cadenas y cuyos aterradores quejidos ocultan la luna apagando de un soplido la luz de las estrellas.
Tétricos cementerios sembrados de lápidas cuyas cruces asomando entre la niebla, enmohecidas y agrietadas por el paso del tiempo, escuchan en silencio la estremecedora voz de los difuntos que bajo ellas habitan. Criaturas del Averno cuyos rostros putrefactos te someten al más estremecedor de los sueños. Semblantes huérfanos de expresión, ojos blanquecinos carentes de brillo y alma. Grotescos muertos vivientes ávidos de carne humana que vagan sin rumbo en macabra procesión. Desagradables figuras demoníacas medio devoradas por los gusanos, malolientes, mutiladas que emergen desesperadas de sus ataúdes carcomidos; buscando liberarse por fin de la húmeda tierra en la que yacen condenadas para siempre tras la inapelable sentencia de la guadaña.
Año tras año, se acerca puntualmente la noche señalada. Esa fecha marcada con sangre y maleficios en el calendario de la historia, en la cual los no vivos deciden visitarnos entrando sin permiso en nuestros sueños pintándolos de pesadilla; y las brujas revolotean montadas en sus peculiares escobas espiando desde las alturas en busca de víctimas en las que experimentar nuevos hechizos y conjuros. También orkos legendarios, demonios del inframundo, licántropos hambrientos, fantasmas burlones y hasta regias momias egipcias que, resucitadas a través de atávicos sortilugios, por nada del mundo querrían perderse la sangrienta celebración.
Sin embargo, no todos los hijos de la noche disfrutan de tan señalada y sanguinolenta orgía, como esa bella y pálida mujer que, recostada sobre la tumba del que fuera su gran enamorado, solloza desconsolada su añoranza; pues para ella es motivo de profunda tristeza y melancolía el recordar a ese alma tan querida que, abandonada la inmortalidad, se marchó para siempre.
Porque su terrible condición, el destino atroz al que vio condenada su alma fue causado por amor. Tan enamorada estaba, tan ofuscada, tan ciega, tan embelesada que optó un día por seguir el camino más oscuro con tal de tenerlo para siempre a su lado; aquel que lleva directamente a los infiernos.
Existen amores tan intensos que son capaces de sobrevivir a la muerte.
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