Acurrucados entre las rocas nos resguardamos del frío al calor de una hoguera. El cercano rugido del mar envuelve la noche. Una leve brisa revuelve delicadamente tu cabello, lo aparto con parsimonia para contemplar la luz de tus ojos y acariciarte los labios con las yemas de los dedos. Desabrocho tu vestido, dejo que la penumbra descubra la belleza de tus pechos, me encanta su tacto sedoso, el excitante contraste de la blancura de tu piel con esos pezones rosáceos que crecen con furia en el interior de mi boca, absorbiéndolos, mascándolos, paladeando su tensión. Acaricio cariñosamente tus muslos, ingles, hasta que el contacto con la vulva acuosa, cálida, viscosa, eriza el vello de mis brazos; siento como algo se altera dentro de mi, soy presa de la carne, de tu carne, de la dulzura de tus besos y el salino sabor que permanece en la boca tras beber con ansia los jugos que me regalas. Cuanto más deseada te sientes, cuanto más amada, mayor es el placer que otorgas. No cejaré hasta que los labios voraces de tu vagina giman de placer, hasta que me hagas conocer el punto más álgido de tu interior, hasta que tus palabras expelen vicio y provocación, hasta que se encienda como una lámpara el clítoris que juega entre mis dedos, soberbio, endurecido, altivo, haciéndote sentir la mujer más feliz del universo, la más amada, la más plena y poderosa.
Empieza a soplar una cálida brisa casi sofocante, la lumbre inesperadamente quintuplica su volumen y la altura de sus llamas y con ellas, cuatro hombres desnudos parecen surgir de su interior. Se acercan hacia nosotros bailando ceremoniosamente, formando estéticas figuras con sus brazos y piernas, como si todo formara parte de algún tipo de rito ancestral. Observan complacidos nuestros juegos amorosos. Sonríen con expresión pícara, descarada pero gentil al mismo tiempo, penduleando sin pudor alguno sus descomunales penes extraordinariamente empinados, como si fueran de metal, comunicándonos con la mirada la satisfacción que les produce nuestra presencia. Me siento un tanto asombrado, aturdido, al igual que mí pareja, pero poco a poco voy tomando conciencia de la situación. Me percato de que observan hambrientos su espléndida desnudez. Confieso que percibir el deseo de otros ojos en mi chica me complace. Deseo recrearme en el morbo, disfrutar de aquello que suele ocultarse en un rincón del deseo, latente, agazapado, luchando por salir a la superficie; jugar con la fantasía, adentrándonos profundamente en busca del placer aumentado. Sin hacer una sola pausa ni aminorar el ritmo, sigo penetrándola. Ebrio de lujuria, atraigo hacia mi el culo obsceno que estrujan mis manos y tras acariciarlo celosamente de arriba abajo, sin dejar de mirar sus caras, abro sus nalgas de par en par, con la sucia intención de que los oscuros orificios que dan paso a sus entrañas se muestren a sus ojos; que no haya un solo rincón oculto a sus miradas. Quiero exhibir a mi hembra, mi trofeo, mi más preciado tesoro, mi amada, mi llama más ardiente. Su apetencia y excitación, me pertenecen.
Uno de nuestros visitantes se acerca y pasa la mano con delicadeza por su espalda hasta que se detiene palpando la parte en donde ésta pierde su honesto nombre. Ella se sorprende y le mira extrañada, algo avergonzada pero complacida. Nos miramos a los ojos y tras fundirnos en un largo y húmedo beso, se incorpora. Ambos sabemos que hay momentos en que sobran las palabras. Los cuatro hombres la rodean examinando palmo a palmo las delicias que ofrece su cuerpo. Ella se nota cada vez más caliente contemplando las cuatro extraordinarias erecciones que giran a su alrededor. Un travieso hormigueo le recorre, poniendo su piel de gallina, licuando su sexo. Entre todos la toman en brazos y acercan a la luz de la gran pira crepitante, que tiñe de tonos rojizos cuerpos y mentes. El hombre más fornido, besándola fogosamente, le invita a postrarse de rodillas ante ellos mientras van dibujando en sus bellos labios entreabiertos la imponente imagen de sus glandes brillantes, humeantes, ya impacientes por inundar el interior de esa hembra con litros de esperma bendecidos por el flujo dorado de la misma Selene. Ella traga gustosa una tras otra esas vergas duras como el diamante con absoluta dedicación, lamiéndolas, succionándolas, besándolas, aferrándolas por sus bases, moviéndolas acompasadamente, comparando los distintos sabores, a la espera de que inunden su boca de fluido lunar. Cuando uno de ellos lo consigue, entre ecos de jadeo, se retira pausadamente para que el siguiente pueda también dejar su templada aportación en la boca receptora. Eyaculación tras eyaculación, aquellos grifos no parecían tener prisa alguna por acabar de escupir como si descargaran su contenido en un ánfora sin fondo.
La miro, me mira, entorna los ojos con evidente expresión de gusto, de gula. Nada en ese momento podría detenerla porque su sed es insaciable. Bebe sin parar, hasta que los espesos fluidos comienzan a rebasar las comisuras de sus labios, chorreando a través de la barbilla sobre los pechos, vientre, pubis, hasta encontrar despejado el camino de su sexo. La visión me parece digna de un remoto viaje iniciático, una libidinosa alucinación. La colocan hincando rodillas y manos en la arena, adoptando esa posición tan entregada, encantadoramente vejatoria. El cuarteto de amantes se abalanza sobre ella con ansias depredadoras. Uno muerde y azota sus nalgas asiendo con fuerza su cintura. Otro come su boca sin darle respiro, un tercero juega encantado con sus pechos y el cuarto, de miembro sobrenatural, la penetra cambiando una y otra vez de orificio, provocando que el eco producido por los suspiros se confunda con el clamor de las olas. Cuando el paroxismo alcanza su más alto grado, cuando ya todos han bañado por dentro y por fuera repetidas veces a su agradecida víctima sin haber dejado un solo resquicio sin profanar, tomándola con cuidado la devuelven a mi lado con respeto y dándose media vuelta, se dirigen de nuevo hacia el fuego del que nacieron, perdiéndose en su interior. Ella, rendida por la sobredosis de placer y cansancio, esgrime una sonrisa.
Nos abrazamos acalorados, susurrando palabras silentes, fundiéndonos en un ósculo eterno, tan sincero, tan profundo, que incapaces de describir lo vivido con simples y vulgares palabras, quedamos sumidos en un plácido sueño sobre la arena, acompañados por la brisa que acariciaba nuestra piel, el chisporroteo de unas ascuas humeantes ya casi apagadas y el sereno canto del mar. El cielo mudaba su color mientras la luna se escondía presurosa. Abriéndose camino entre las nubes, los tímidos rayos solares asoman en el cielo. Un nuevo día estaba a punto de comenzar.
Rodeando la luz tenue y cimbreante de la gran fogata, con el solsticio veraniego arden condenados para siempre complejos, vanidades, soberbias, vergüenzas y engaños. Si de verdad crees en la magia, podrás vislumbrar en la noche de San Juan esbeltas siluetas desnudas danzando eróticos bailes, sumidas en el tórrido éxtasis que provocó en sus sexos hambrientos la llama encendida por un fugitivo destello de luna.
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