El rumor de las olas rompiendo contra el acantilado era la música que acompañaba sus sueños. Por la ventana entreabierta, una leve brisa acariciaba su cuerpo tendido sobre el lecho en el que reposaba su soledad. Allí donde día tras día ahogaba velados deseos, brasas candentes suplicando ser apagadas, mil ilusiones y palabras de amor revoloteando confusas alrededor de su consciencia. Y se retorcía de placer amándose entre la suavidad de las sábanas y gozaba fugazmente y lloraba después con amargura, porque no eran otras manos las que le aliviaban, porque sus labios se secaban al besar el aire, porque sus pechos suplicaban caricias y su sexo el calor de la noche. Entre la abertura que dejaban los visillos del ventanal, nunca se percató de la silenciosa sombra masculina que todas las noches le observaba durante horas, cautivados sus oídos con los delicados suspiros que profería y que a él se le antojaban ardientes plegarias. Esa noche quiso mirarla más de cerca, escuchar su respiración, disfrutar de la hermosura de ese cuerpo desnudo, esos muslos torneados, esos pechos delicados que la claridad de la luna mostraba en todo su esplendor. Con sigilo, se introdujo en la alcoba, a escasos metros de ella. Clavó la mirada en sus cabellos y no pudo reprimir la apremiante necesidad de acariciarlos. Al hacerlo, ella, de pronto despertó alarmada sin apenas tiempo para reaccionar. Con la agilidad vertiginosa de un felino, la sombra se abalanzó sobre su presa tapándole la boca con delicadeza para acallar sus gritos. Asombrada aún, notó sin embargo que no corría ningún peligro. Ignoraba el motivo, pero de alguna manera, presentía que iba a verse arrastrada, envuelta en algo muy intenso, algo que le seducía irremisiblemente.
Una voz interior le animaba a vencer el miedo, relajar sus músculos y dejarse llevar por la fuerte atracción que le producía la situación. A continuación, el intruso le vendó los ojos, la tomó en brazos tras envolverla en la sábana y se la llevó consigo en dirección al acantilado; desapareciendo ambos a través de una espesa bruma que súbitamente lo envolvió todo. Aunque el pañuelo negro que tapaba sus ojos le impedía saber el lugar en el que se encontraba, su olfato podía percibir un intenso olor a madera enmohecida e instantes después, notó como la depositaba delicadamente sobre una mullida cama. Su corazón palpitaba desbocado, deseaba fervientemente que ese hombre desconocido la poseyera, la dominara a su antojo hasta convertirla en su marioneta. Por lo tanto, no opuso resistencia alguna cuando ató sus muñecas al cabezal de la cama ni tampoco cuando separó bruscamente sus muslos y palpó el húmedo ardor de su vagina; no pudiendo evitar que un ahogado gemido escapara de su garganta. Después,él se llevó la mano a la boca y tras lamerse la palma con la voracidad de una fiera hambrienta, se despojó del pantalón sin dejar de mirarla. Totalmente abstraído acarició sus erguidos pezones con la punta del pene para seguir hasta su cuello, sus pómulos; pasando con lentitud su glande ardiendo por la comisura de los labios de esa mujer que intentaba en vano retorcerse, anhelando aferrar con sus manos ese sexo poderoso y devorarlo con la toda la fuerza de su alma. Asiéndola fuertemente por los rojizos cabellos, apretó su cara contra el pecho, obligándole a que lo mordiera con la mayor fuerza posible. Así lo hizo y con cada mordisco, él embrutecía más y más emitiendo rugidos sobrenaturales, casi de ultratumba; que resonaban como un tambor en sus oídos. Y ella se sentía más y más salvaje. Ya nada se preguntaba, nada le inquietaba, su única intención era ser penetrada cuanto antes y comprobar en su carne que todo aquello no era un fugaz devaneo de la imaginación. Cuando su grueso miembro comenzó a invadir su cuerpo, chilló una y otra vez como poseída,
suplicando más dolor, más placer, entregada por completo a esa fuerza viril que por momentos parecía dispuesta a taladrar la frontera de sus entrañas y partirla en mil pedazos. El orgasmo que ambos sintieron al unísono no tuvo parangón. Se besaron con ardor infinito durante horas hasta que el cortante filo de un puñal cortó las ligaduras que la mantenían aprisionada a la cama; permitiendo que sus brazos liberados abrazaran el torso de aquél que con tanto ímpetu le había hecho tan feliz.
Entonces, él arrancó de un tirón seco el camafeo que pendía de su cuello y lo depositó en su mano derecha cerrándosela lentamente y envolviéndola de nuevo en la sábana, volvió a cargar con su amante sobre los hombros hasta que la devolvió de regreso a su dormitorio. Tras unos segundos eternos, aflojó la venda que aún le tapaba los ojos, besó dulcemente sus labios y se marchó en silencio a través de la ventana, saltando precipitadamente al exterior. Ella se despojó ansiosa del vendaje y examinó con curiosidad el corroído colgante que tenía en la mano y que comenzó a limpiar con esmero y precipitación. El óxido apenas dejaba ver lo que parecía un antiquísimo retrato femenino. Cuando finalmente consiguió contemplarlo con nitidez, el corazón le dio un vuelco y un desgarrado escalofrío recorrió su cuerpo, congelando la sangre que fluía por sus venas. ¡No podía ser cierto! ¡Era su propio rostro! Jadeante, con la respiración entrecortada, corrió hacia la puerta y salió al exterior mirando hacia el mar que parecía enfurecerse por momentos. Intensos relámpagos iluminaban el acantilado, seguidos de truenos furiosos que hacían temblar la tierra. La lluvia comenzó a caer con inusitada virulencia y pudo apreciar a lo lejos como un viejo galeón desvencijado que parecía volar entre las olas, se alejaba veloz hasta perderse en el interior de una nube de espesa niebla. Las velas se veían totalmente rasgadas, el casco carcomido, el mascarón de proa destrozado por el paso de los siglos… Y en lo más alto del mástil, satisfecha por fin después de cientos de años de amargura y desesperanza, ondeaba poderosa, mostrando su descarnado rostro a los cuatro vientos: Jolly Roger, la bandera pirata.
Copyright © 2014 Max Piquer
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