11 ene 2015

PLEGARIA

Con el fervor de una súplica, clavó las rodillas en tierra juntando las manos devotamente. Alzó su bonita mirada hacia un punto perdido en el infinito, extraviada entre la lóbrega espesura del bosque de los miedos. Lugar remoto donde reina la culpa y se castran las mentes; donde la abyecta conciencia ávida de pecados y miseria hurga y rasca noche y día, día y noche, sin tregua, entre las arrugas del alma rebañando hasta la última migaja de cordura. Allá en las profundidades infinitas, donde retumba la intimidatoria voz de un Dios serio, inflexible, solemne, implacable, cuya injusta severidad cargó sobre la inocente espalda del hombre lacerantes cadenas de eterna penitencia.


De pronto, la plegaria se hizo carne y la carne llamas. El veloz fluir de la sangre aumentó la temperatura de su cuerpo y se dejó llevar por la húmeda corriente que dominaba su mente en blanco. Con decisión se quitó el crucifijo que pendía de su cuello, arrancó los hábitos que le oprimían, se miró al espejo despojada de tela y pudor y no solo no se ruborizó al contemplar su terso busto desnudo, sino que le fascinaba la suavidad de su propia piel, cómo aquellos botones erectos que coronaban los pechos que palpaba con afán y deleite, acrecentando su dureza y volumen. Una extraña sensación que encrespaba su epidermis, mientras su corazón palpitaba con premura, como si de un reloj acelerado se tratara. 

En aquél instante, un cegador haz luminoso atravesó el techo produciendo una espesa nube de incienso que se extendió de inmediato por el frío y austero aposento, perfumando el aire e iluminando su desnudez. Fascinada creyó ver una figura que surgía imponente de la humareda y pensó que soñaba, cuando un ángel singularmente hermoso se le acercó muy despacio, exhibiendo la sonrisa más luminosa que su mente nunca pudo imaginar. Su cuerpo era fuerte, atlético, perfecto. Su cabello ensortijado brillaba como el sol y en su mano derecha portaba una larga lanza de oro con algo parecido a una lengua de fuego en la punta. El ángel plegó sus níveas alas y sin dejar de mirarla fijamente, extendió la mano izquierda, tocó delicadamente su mejilla y le besó los labios tiernamente mientras acariciaba su cuerpo con inusitada sutileza. Sumida en el delirio de la excitación que aquella mano tan delicada le regalaba, notó que las piernas no podrían sostenerla por más tiempo y solo le quedaron fuerzas para tumbarse sobre el catre donde cada noche purgaba sus tentaciones.

Entonces cerró los ojos y separó al máximo las piernas, ofreciéndose en cuerpo y mente al espíritu celeste que había desatado esos velados deseos incontenibles; y el ente alado hundió una y mil veces el dardo llameante en su sexo, arrancándole gemidos cada vez más fuertes, profundos suspiros de dolor y absoluto placer; porque esa lengua candente se hundía tan profundo en su interior que al extraerla parecía llevarse consigo las entrañas.
Y deseaba con toda la fuerza de su fe que sólo la muerte pudiera acabar con tamaña felicidad; para alcanzar en el súmmum del goce, la vida eterna.
Por los siglos de los siglos... 

Copyright © 2014 Max Piquer



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