EL PROBADOR
Quedaban pocos días para que el año diera sus últimos coletazos de vida. La noche hacía ya varias horas que pintaba de oscuro el cielo de la ciudad. Hacía un frío de muerte y sólo un paquete de castañas recién horneadas fueron capaces de calentarme las manos mientras contemplaba atónito el bullicio compulsivo de cientos o quizás miles de personas abducidas por el inevitable espíritu navideño; que convierte al melancólico en plañidera, al bipolar en afable forzado, al desagradable en gentil, al tacaño empedernido en alma caritativa y al niño travieso en ilusionado hedonista.
Decidí entrar en el primer café que surgiera a mi paso y calentar mi interior con un reconfortante chupito del muy estimado Pepe Cuervo, mientras acodado en la barra contemplo el constante ir y venir de paquetes multicolores, carteristas avispados, gorros rojiblancos con pompón, y melodías navideñas con arreglos de claxon impaciente. Todo un caos que incluso me resultaba divertido observar.
Súbitamente me llega un perfume embriagador que anula el olor a tabaco y café del local, despertando mis sentidos (En el momento en el que viví la aventura que estoy narrando aún estaba permitido fumar en bares). A mi izquierda una voz grave pero suave y sensual como nunca había escuchado antes, pedía fuego dulcemente al atareado camarero que sumido en un agobiante y sonoro trajín de vasos, copas, tazas y botellas, no parecía muy dispuesto a complacer los deseos de la dama fumadora. Ella aguantaba con paciencia y singular estilo el cigarrillo entre sus finísimos dedos. Me volví hacia ella rebuscando en los bolsillos un encendedor mientras me miraba complacida, esbozando media sonrisa. Pasmado observaba sin pestañear sus preciosos ojos verdes, su media melena castaña con pinceladas rubias, esas pestañas largas, esa nariz perfecta y la boca…
esa boca entreabierta manteniendo el cigarro delicadamente entre sus entreabiertos labios carnosos, decididamente irresistibles. Ensimismado o más bien atolondrado, no reparé en los diversos intentos que estaba haciendo para que el maldito encendedor cumpliera de una vez su cometido sin éxito alguno y antes de que el bochorno empezara a ofuscarme, ella, amablemente y sin perder la media sonrisa tomó mi muñeca y acercándola a su boca consiguió que al fin una tímida llamita asomara lo suficiente como para complacer el deseo de la señora o señorita. Respiré aliviado y al tiempo que su boca (¡Qué boca!) expulsaba lentamente la primera calada, no encontré comentario más idiota que un torpe —¡Hay que ver qué ratas son los jodios chinos poniendo gas a los mecheros! — acompañado de una sonrisa más torpe aún. Definitivamente no soy un gran conversador, lo reconozco. Y más cuando una criatura como esta me sonríe de manera tan peculiar. Miró su reloj, bebió de un sorbo su cortado, recogió una gran bolsa con diversos paquetes y me dijo adiós mientras abría la puerta de cristal y se unía al bullicio callejero sin retirar en ningún momento la sonrisa de sus labios. Pagué el tequila y el cortado y decidí salir tras ella y seguirla (al fin y al cabo no tenía ningún itinerario mejor y la vista de esos finos tobillos moviéndose apresuradamente entre la muchedumbre me resultaba bastante apetecible).
esa boca entreabierta manteniendo el cigarro delicadamente entre sus entreabiertos labios carnosos, decididamente irresistibles. Ensimismado o más bien atolondrado, no reparé en los diversos intentos que estaba haciendo para que el maldito encendedor cumpliera de una vez su cometido sin éxito alguno y antes de que el bochorno empezara a ofuscarme, ella, amablemente y sin perder la media sonrisa tomó mi muñeca y acercándola a su boca consiguió que al fin una tímida llamita asomara lo suficiente como para complacer el deseo de la señora o señorita. Respiré aliviado y al tiempo que su boca (¡Qué boca!) expulsaba lentamente la primera calada, no encontré comentario más idiota que un torpe —¡Hay que ver qué ratas son los jodios chinos poniendo gas a los mecheros! — acompañado de una sonrisa más torpe aún. Definitivamente no soy un gran conversador, lo reconozco. Y más cuando una criatura como esta me sonríe de manera tan peculiar. Miró su reloj, bebió de un sorbo su cortado, recogió una gran bolsa con diversos paquetes y me dijo adiós mientras abría la puerta de cristal y se unía al bullicio callejero sin retirar en ningún momento la sonrisa de sus labios. Pagué el tequila y el cortado y decidí salir tras ella y seguirla (al fin y al cabo no tenía ningún itinerario mejor y la vista de esos finos tobillos moviéndose apresuradamente entre la muchedumbre me resultaba bastante apetecible).
Finalmente atravesó la enorme puerta de unos grandes almacenes dirigiéndose hacia las escaleras mecánicas. Yo la seguía a prudencial distancia; cada vez más interesado en... Lo cierto es que no sabía muy bien en qué.
Un niño insensato desafía la tendencia mecánica de la escalera a subir y choca contra mí. Le sujeto para evitar que se rompa la crisma y cuando llego a la siguiente planta ¡Mierda! la había perdido. Hasta ahí llegó el juego infantil que me había montado, así que decidí dar una vuelta e incluso comprar alguna prenda sólida que me resguardara del frío, cuando… vuelvo a percibir ese inolvidable perfume. Miro a mi alrededor y allí está ella con un par de jeans bajo los brazos. Me acerco tímidamente al expositor de madera — ¡Ya me ha visto! — tras unos segundos de vacilación, me sonríe de nuevo. Decido que esta vez no pienso perderla.
—¿Dónde estarán los condenados probadores?—
—Ni idea— le respondí con falsa firmeza. Cogí del brazo a un dependiente impecablemente trajeado, pelo engominado y gallinácea cresta que pasaba por delante de nosotros y me indicó el lugar. Nos dirigimos hacia allí. Ella abrió la cortina del probador y sin dejar de mirarme la cerró despacio… pero no en su totalidad. A través de una rendija se podía adivinar un precioso cuerpo femenino despojándose de la ropa con parsimonia, como gustándose, una actitud que comenzó a elevar mi temperatura corporal. Me deleitaba observando como se descalzaba. Tenía unos pies bonitos, bien proporcionados (los pies femeninos me fascinan, me ponen muchísimo) y ese flexionar y elevar las rodillas mientras cambiaba de pantalón como en cámara lenta, me ponía a mil revoluciones por segundo. La cabeza empezaba a dar vueltas y deseaba abrir de un tirón esa cortina para apreciar en su plenitud sus caderas, sus muslos imponentes, su lujurioso culito respingón. Pero me contuve y continué disfrutando a distancia el excitante streaptease que aparecía ante mis perplejos ojos. Cuando decidí acercarme un poco más para alcanzar mayor ángulo de visión...¡Raass! la cortina de repente se abre un poco más y ella asoma su bonita cara sonriente. Mi corazón comienza a palpitar cada vez más rápido (algo se mueve inquieto en mi entrepierna. (Ya llevaba un buen rato haciéndolo).
—¿Podrías ayudarme por favor?—
—Por supuesto, faltaría más— (seguramente nunca en mi vida asentí algo con mayor decisión). Sin dudarlo me introduje en el interior del pequeño habitáculo. Un espejo largo, una percha y una silla blanca de plástico eran los únicos testigos. La cremallera de su pantalón (que por cierto le quedaba genial, como una segunda piel) quedó atascada y ni subía ni bajaba. Me agaché ante ella e intenté con cuidado liberar los pequeños dientecillos de la porción de tela que impedía su movimiento. Lo conseguí, no sin cierto esfuerzo, aunque dudé entre subir el cierre o bajarlo totalmente mientras ella se apoyaba levemente en mis hombros, posiblemente esperando mi decisión. Al final, mi falo en ebullición habló por mí y elegí el camino de descenso. Tomé el vaquero por la cintura y lo deslicé despacio hasta que tapó sus pies desnudos, contemplando absorto un sensual tanga negro transparente que dejaba entrever su escaso vello púbico. Ella se dejaba hacer en silencio mientras yo sentía la presión cada vez mayor de sus manos en los hombros. La desnudé totalmente y como un lobo voraz, lamí con avidez su vagina empapada de delicia. Un delicado suspiro escapó de su boca, avivando aún más mi ardor mientras devoraba goloso su jugoso clítoris brillante.
—¡Para,.. Por favor, ¡Para!— suplicó casi gimiendo mientras me invitaba a levantarme; al tiempo que desabrochaba con notable habilidad los botones de mi pantalón. Me apetecía que me observara, me sentía más exhibicionista que nunca; que no quitara ojo a la gran erección que proyectaba por ella, por su belleza, por su atracción.
La situación se me antojaba morbosamente insuperable. Me ofreció la silla blanca, me senté, se arrodilló y tomó el pene con ambas manos. Tras lamerlo y acariciarlo lo introdujo en su boca (¡Qué boca!) La suave presión que ejercían sus labios unido a la calidez de su lengua, me catapultaron directamente a la gloria. Esos minutos se convirtieron en atemporales; hasta que en esta ocasión tuve que ser yo el que le suplicara pausa. Si no controlaba mis instintos no tardaría en eyacular y la ocasión merecía que el proceso se alargara mucho más. Por mi para siempre. Se incorporó, no quería que alcanzara el orgasmo, no todavía; y abrazándome con sus piernas se sentó sobre mí, aferró mi herramienta y se la introdujo con facilidad, lentamente (estaba muy mojada) acompañando la penetración con movimientos acompasados y pequeños suspiros. Bailamos durante largo rato la más bella de las danzas posibles hasta que un arrebato de indescriptible placer taladró nuestros genitales, fusionándolos. Nos vimos abocados a mordernos los labios para evitar los gemidos de gozo que luchaban por aflorar al exterior. Mientras ella rasgaba mi espalda con las uñas, yo apretaba sus nalgas contra mí con intención de no separarme jamás. El universo era nuestro y se encontraba en el interior de un simple y vulgar probador.
Nos dimos un beso de cine y comenzamos a vestirnos con cierta prisa ya que ignorábamos si alguien habría detectado la sesión pasional que habíamos interpretado con tanto éxito. Salimos del cubículo casi jadeantes, ella aún empapada, yo visiblemente empalmado; más nadie parecía haber reparado en nuestra osadía. Todo el mundo entraba y salía con prendas en la mano sin percatarse de nada. Solo interesados en si la talla de la prenda elegida sería o no la correcta.
Alcanzamos al fin la calle sin proferir palabra alguna, tan sólo mirándonos de reojo con expresión de complicidad. Rápidamente ella alzó la mano parando el primer taxi libre que pasó por delante, besó con dulzura su dedo índice y lo depositó en mis labios mientras me hacía un guiño. A continuación dejó algo en la palma de mi mano, la cerró con vigor y accedió al interior del vehiculo. Bajó un poco la ventanilla, me acerqué y aunque el ruido era bastante ensordecedor escuché que decía algo así como:
—Yo también merecía mi regalo navideño ¿No crees? ¡Feliz Navidad! —
El taxi desapareció entre bocinas de coches, bolsas con paquetes multicolores, villancicos, gorritos rojiblancos con pompón, carteristas avispados, niños llorones y globos de Mickey Mouse, Bob Esponja y Homer Simpson flotando sobre la multitud. Abrí la mano despacio y encontré su tanga todavía húmedo. La fragancia de su perfume mezclada con la del fluido que impregnaba la prenda casi me drogaba. Embelesado, caminaba rumbo a ninguna parte como un zombi, respirando a través del tejido semitransparente mientras la helada comenzaba a extender su manto sobre la noche de la gran ciudad. Sin embargo no sentía frío alguno. Encendí tranquilamente un pitillo y continué andando tan contento con mi regalo de Navidad mientras recordaba la forma de su boca. — ¡Qué boca!—
Copyright © 2014 Max Piquer
RELATO INCLUIDO EN EL LIBRO "MUJER"
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